No te obliges.

Es curioso como cuando intentas olvidar a una persona el mundo entero se pone de acuerdo para seguir recordándotela. Es un fastidio pero pasa casi siempre. Y por más que te empeñas en cerrar los ojos, siempre hay algo en cualquier parte que hace que esa persona se mantenga en tu cabeza constantemente. Y cuando crees que ya la olvidaste, Zas. En el momento menos esperado, una palabra, un gesto, una imagen, lo que sea, te la devuelve y tienes que volver al principio. Llega un momento en el que la situación se torna insoportable y entonces es cuando decides hacer algo. Y hacer algo siempre significa olvidar. Obligarte a olvidar. Algo tan difícil como absurdo. Porque mientras más te obligas a olvidar, más pendiente estás de la situación, más consciente eres del daño que los recuerdos te producen y en lugar de conseguir deshacerte de ellos te aferras sin darte apenas cuenta. Así que no consigues nada. Luego pasa también que estamos todo el rato relacionando. Relacionando cualquier cosa con esa persona. Hacemos relaciones estúpidas. Por ejemplo, te encuentras una pulsera del mismo color que la que esa persona llevaba siempre en la muñeca izquierda. Es idéntico el color, el mismo tono de azul pálido, aunque el modelo es completamente distinto. Pero como el color es igual, pues ya piensas que tiene que significar algo. Y bueno, te ganas un par de horas con la cabeza ocupada pensando en qué querrá decir exactamente lo que te acaba de pasar. Incluso llegas a comentarlo con los amigos, que obviamente piensan que te has vuelto tarada. Y nada, un día dejas de obligarte a olvidar y de repente pasas a recordarle pero de otra manera, de una manera especial y con cariño, porque ya no duele su sonrisa incrustada en tu memoria y el color azul de la pulsera que encontraste ha pasado a ser una simple casualidad más. Y bueno, ahí se acaba el círculo, o eso parece, hasta que conoces a otra persona, te revienta el corazón y vuelves a empezar. Y voilá, se te olvidó que el error es obligar.

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